LA VIDA E HISTORIA DEL VERDADERO SIERVO Y MÁRTIR DE DIOS, WILLIAM TYNDALE

LA VIDA E HISTORIA DEL VERDADERO SIERVO Y MÁRTIR DE DIOS, WILLIAM TYNDALE





Debemos ahora pasar a la historia del buen mártir de Dios, William Tyndale, que fue un instrumento especial designado por el Señor, y como vara de Dios para sacudir las raíces interiores y los fundamentos de los soberbios prelados papales, de manera que el gran príncipe de las tinieblas, con sus impíos esbirros, teniendo una especial inquina contra él, no dejó nada sin remover para poderlo atrapar a traición y falsedad, y derramar su vida maliciosamente, como se verá por la historia que aquí damos de lo sucedido.

William Tyndale, el fiel ministro de Cristo, nació cerca de la frontera con Cales, y fue criado desde niño en la Universidad de Oxford, donde, por su larga estancia, creció tanto en el conocimiento de los idiomas y de otras artes liberales, como especialmente en el conocimiento de las Escrituras, a las que su mente estaba especialmente adicta; y esto hasta tal punto que él, encontrándose entonces en Magdalen Hall, leía en privado a ciertos estudiantes y miembros del Magdalen College algunas partes de teología, instruyéndolos en conocimiento y en la verdad de las Escrituras. Correspondiéndose su manera de vivir y conversación con las mismas hasta tal punto, que todos los que le conocían le consideraban como un hombre de las más virtuosas inclinaciones y de una vida intachable.

Así que fue creciendo más y más en su conocimiento en la Universidad de Oxford, y acumulando grados académicos, viendo su oportunidad, pasó de allí a la Universidad de Cambridge, donde también se quedó un cierto tiempo. Habiendo ahora madurado adicionalmente en el conocimiento de la Palabra de Dios, dejando aquella universidad fue a un Maestro Welch, un caballero de Gloucestershire, y allí trabajó como tutor de sus hijos, estando en el favor de su señor. Como este caballero mantenía en su mesa un buen menú para el público, allí acudían muchas veces abades, deanes, arcedianos, con otros doctores y hombres de rentas; ellos, sentados a la misma mesa que el Maestro Tyndale, solían muchas veces conversar y hablar acerca de hombres eruditos, como Lutero y Erasmo, y también de otras diversas controversias y cuestiones acerca de las Escrituras.

Entonces el Maestro Tyndale, que era erudito y buen conocedor de los asuntos de Dios, no ahorraba esfuerzos por mostrarles de manera sencilla y llana su juicio, y cuando ellos en algún punto no concordaban con Tyndale, él se lo mostraba claramente en el Libro, y ponía de manera llana delante de ellos los pasajes abiertos y manifiestos de la Escritura, para confutar los errores de sus oyentes y establecer lo que decía. Así continuaron por un cierto tiempo, razonando y discutiendo juntos en varias ocasiones, hasta que al final se cansaron, y comenzaron a sentir un secreto resentimiento contra él en sus corazones.

Al ir esto creciendo, los sacerdotes de la región, uniéndose, comenzaron a murmurar y a sembrar sentimientos en contra de Tyndale, calumniándolo en las tabernas y otros lugares, diciendo que sus palabras eran herejía, y le acusaron secretamente ante el canciller y ante otros de los oficiales del obispo.

Sucedió no mucho después que se concertó una sesión del canciller del obispo, y se dio aviso a los sacerdotes para que comparecieran, entre los que también fue llamado el Maestro Tyndale. Y no hay certeza de si él tenía temores debido a las amenazas de ellos, o si alguien le había avisado de que ellos iban a hacerle objeto de sus acusaciones, pero lo cierto es que (como él mismo declaró) dudaba del resultado de sus acusaciones; por lo que por el camino clamó intensamente a Dios en su mente, para que le diera fuerzas para mantenerse firme en la verdad de Su Palabra.

Cuando llegó el momento para comparecer delante del canciller, éste le amenazó gravemente, insultándole y tratándole como si fuera un perro, acusándolo de muchas cosas para las que no se podía hallar testigo alguno, a pesar de que los sacerdotes de la región estaban presentes. Así, el Maestro Tyndale, escapando de sus manos, partió para casa, y volvió de nuevo a su patrón.

No lejos de allí vivía un cierto doctor que había sido canciller de un obispo, y que hacia tiempo era conocido familiar del Maestro Tyndale y le favorecía; el Maestro Tyndale fue entonces a visitarle, y le abrió su corazón acerca de diversas cuestiones de la Escritura; porque con él se atrevía a hablar abiertamente. Y el doctor le dijo: «¿No sabéis que el Papa es el mismo Anticristo de quien habla la Escritura? Pero tened cuidado con lo que decís; porque si se llega a saber que mantenéis esta postura, os costará la vida.»

No mucho tiempo después de esto sucedió que el Maestro Tyndale estaba en compañía de un cierto teólogo, considerado como erudito, y al conversar y discutir con él, lo condujo a esta cuestión, hasta que el dicho gran doctor prorrumpió en estas palabras blasfemas: «Mejor estaríamos sin las leyes de Dios que sin las del Papa.» El Maestro Tyndale, al oír esto, lleno de celo piadoso y no soportando estas palabras blasfemas, replicó: «Yo desafío al Papa y todas sus leyes». Y añadió que si Dios le concedía vida, antes de muchos años haría que un chico que trabajara detrás del arado conociera más de las Escrituras que él.

El resentimiento de los sacerdotes fue creciendo más y más contra Tyndale, no cejando nunca en sus ladridos y acoso, acusándole acerbamente de muchas cosas, diciendo que era un hereje. Al verse tan molestado y hostigado, se vio obligado a irse del país, y a buscarse otro lugar; y acudiendo al Maestro Welch, le pidió que le dejara ir de buena voluntad, diciéndole estas palabras: «Señor, me doy cuenta que no se me permitirá quedarme mucho en esta región, y tampoco podréis vos, aunque quisierais, protegerme de las manos de los clérigos, cuyo desagrado podría extenderse a vos si me siguierais cobijando. Esto lo sabe Dios; y esto yo lo sentiría profundamente.»

De manera que el Maestro Tyndale partió, con el beneplácito de su patrón, y se dirigió inmediatamente a Londres, donde predicó por algún tiempo, como había hecho en el campo.

Acordándose de Cutberto Tonstal, entonces obispo de Londres, y especialmente de los grandes encomios que Erasmo hacia en sus notas de Tonstal por su erudición, Tyndale pensó para sí que si podía ponerse a su servicio, sería feliz. Acudiendo a Sir Enrique Guilford, controlador del rey, y llevando consigo una oración de Isócrates, que había traducido del griego al inglés, le pidió que hablara por él al mencionado obispo, lo que éste hizo; también le pidió que escribiera una carta al obispo y que fuera con él a verle. Lo hicieron, y entregaron la carta a un siervo del obispo, llamado William Hebilthwait, un viejo conocido. Pero Dios, que dispone secretamente el curso de las cosas, vio que no era lo mejor para el propósito dc Tyndale, ni para provecho de Su Iglesia, y por ello le dio que hallara poco favor a los ojos del obispo, el cual respondió así: Que su casa estaba llena, que tenía más de lo que podía usar, y que le aconsejaba que buscara por otras partes de Londres, donde, le dijo, no carecería de ocupación.

Rechazado por el obispo, acudió a Humphrey Mummuth, magistrado de Londres, y le pidió que le ayudara; éste le dio hospitalidad en su casa, donde vivió Tyndale (como dijo Mummuth) como un buen sacerdote, estudiando día y noche. Sólo comía carne asada por su beneplácito, y tan sólo bebía una pequeña cerveza. Nunca se le vio vestido de lino en la casa en todo el tiempo que vivió en ella.

Y así se quedó el Maestro Tyndale en Londres casi un año, observando el curso del mundo, y especialmente la conducta de los predicadores, cómo se jactaban y establecían su autoridad; contemplando también la pompa de los prelados, con otras más cosas, lo que le disgustaba mucho; hasta el punto de que vio que no sólo no había lugar en la casa del obispo para que él pudiera traducir el Nuevo Testamento, sino también que no había lugar donde hacerlo en toda Inglaterra.

Por ello, y habiendo recibido por providencia de Dios alguna ayuda de parte de Humphrey Mummuth y de ciertos otros buenos hombres, se fue del reino, dirigiéndose a Alemania, donde el buen hombre, inflamado por solicitud y celo por su país, no rehusó trabajos ni diligencia alguna por llevar a sus hermanos y compatriotas ingleses al mismo gusto y comprensión de la Santa Palabra y verdad de Dios que le había concedido Dios a él. Así, meditando y también conferenciando con Juan Frith, Tyndale pensó que la mejor manera de alcanzar este fin sería que si la Escritura podía ser trasladada al habla del vulgo, que la gente pobre podría leer y ver la llana y simple Palabra de Dios. Se dio cuenta de que no sería posible establecer a los laicos en ninguna verdad excepto si las Escrituras eran puestas de manera tan llana ante sus ojos en su lengua materna que pudieran ver el sentido del texto; porque en caso contrario cualquier verdad que les fuera enseñada sería apagada por los enemigos de la verdad, bien con sofismas y tradiciones inventadas, carentes de toda base en la Escritura; o bien manipulando en texto, exponiéndolo en un sentido absurdo, ajeno al texto, si se vela el verdadero sentido del mismo.

El Maestro Tyndale consideraba que ésta era la única causa, o al menos la principal, de todos los males de la Iglesia que las Escrituras estaban escondidas de los ojos de la gente; porque por ello no se podía advertir lo abominable de las acciones e idolatrías practicadas por el farisaico clero; por ello estos dedicaban todos sus esfuerzos y poder a suprimir este conocimiento, de modo que o bien no fueran leídas en absoluto, o, que si se leían, su recto sentido pudiera quedar oscurecido por medio de sus sofismas, y así poner lazo a los que reprendían o menospreciaban sus abominaciones; torciendo las Escrituras con sus propios propósitos, en contra del sentido del texto, engañaban así a los laicos sin conocimientos de manera que aunque uno sintiera en su corazón y estuviera seguro de que todo lo que decían era falso, sin embargo no se podía dar respuesta a sus sutiles argumentos.

Por estas y otras semejantes consideraciones, este buen hombre fue llevado por Dios a traducir las Escrituras a su lengua materna, para el provecho de la gente sencilla de su país; primero sacó el Nuevo Testamento, que fue impreso el 1525 d.C. Cutberto Tonstal, obispo de Londres, junto con Sir Tomás More, muy agraviados, tramaron como destruir esta traducción falsa y errónea, como ellos la llamaban.

Sucedió que un tal Agustín Packington, que era sedero, estaba entonces en Amberes, donde se encontraba el obispo. Este hombre favorecía a Tyndale, pero simuló lo contrario ante el obispo, deseoso de llevar a cabo su propósito, le dijo que de buena gana compraría los Nuevos Testamentos. Al oír esto, Packington le dijo: «¡Señor!, ¡Yo puedo hacer más en esto que la mayoría de los mercaderes que hay aquí, si os place; porque conozco a los holandeses y extranjeros que los han comprado a Tyndale; si le place a vuestra señoría, tendré que desembolsar el dinero para pagarlos, o no podré obtenerlos, y esto os asegurará tener todos los libros impresos y no vendidos.» El obispo, que pensaba haber atrapado a Dios, le dijo: «Date prisa, buen maese Packington; consíguemelos, y te pagaré lo que valgan; porque es mi intención quemarlos y destruirlos en Paul's Cross.» Este Agustín Packington fue a William Tyndale, y le explicó lo sucedido, y así, por el arreglo hecho entre ellos, el obispo de Londres obtuvo los libros, Packington su agradecimiento, y Tyndale el dinero.

Después de esto, Tyndale corrigió de nuevo aquel mismo Nuevo Testamento, y lo hizo volver a imprimir, con lo que llegaron mucho más numerosos a Inglaterra. Cuando el obispo se dio cuenta de ello, envió a buscar a Packington, y le dijo: «¿Qué ha sucedido que hay tantos Nuevos Testamentos esparcidos? Me prometiste que los ibas a comprar todos.» Entonces Packington le repuso: «Si, compré todos los que había, pero veo que desde entonces han imprimido más. Veo que esto nunca mejorará en tanto que tengan letras e imprentas; por ello, lo mejor será comprar las imprentas y entonces estaréis seguro». El obispo se sonrió ante esta respuesta, y así quedó la cosa.

Poco tiempo después sucedió que Jorge Constantino fue prendido, como sospechoso de ciertas herejías, por Sir Tomás More, que era entonces canciller de Inglaterra. Y More le preguntó diciéndole: «¡Constantino! Quisiera que me fueras claro en una cosa que te preguntaré; y te prometo que te mostraré favor en todas las otras cosas de que se te acusa. Más allá del mar están Tyndale, Joye, y muchos de vosotros. Sé que no pueden vivir sin ayuda. Los hay que los socorren con dinero, y que tú, estando con ellos, has tenido tu parte, y que por tanto sabes de donde viene. Te ruego que me digas: ¿de dónde proviene todo esto?» «Mi señor,» le contestó Constantino, «os diré la verdad; es el obispo de Londres que nos ha ayudado, por cuanto nos ha dado mucho dinero por Nuevos Testamentos para quemarlos; y esto es lo que ha sido, y sigue siendo, nuestro único auxilio y provisión.» «A fe,» dijo More, «que yo pienso como vos; porque de esto le advertí al obispo antes que emprendiera esta acción.»

Después de esto, Tyndale emprendió la traducción del Antiguo Testamento, acabando los cinco libros de Moisés, con varios de los más eruditos y piadosos prólogos más dignos de lectura una y otra vez por parte de todos los buenos cristianos. Enviados estos libros por toda Inglaterra, no se puede decir cuán grande fue la luz que se abrió a los ojos de toda la nación inglesa, que antes estaban cerrados en tinieblas.

La primera vez que se fue del reino, se dirigió a Alemania, donde conferenció con Lutero y otros eruditos; después de haber pasado allá un cierto tiempo, se dirigió a los Países Bajos, y vivió principalmente en la ciudad de Amberes.

Los piadosos libros de Tyndale, y especialmente el Nuevo Testamento que tradujo, tras comenzar a llegar a manos del pueblo, y a esparcirse, dieron un gran y singular provecho a los piadosos; pero los impíos (envidiando y desdeñando que el pueblo fuera a ser más sabio que ellos, y temiendo que los resplandecientes haces de la verdad descubrieran sus obras de maldad) comenzaron a agitarse con no poco ruido.

Después que Tyndale hubo traducido Deuteronomio, queriéndolo imprimir en Hamburgo, zarpó para allí; pero naufragó frente a la costa de Holanda, perdiendo todos sus libros, escritos, copias, dinero y tiempo, y se vio obligado a comenzar todo de nuevo. Llegó a Hamburgo en otra nave, donde, citado, le esperaba Coverdale, que le ayudó en la traducción de todos los cinco libros de Moisés, desde la Pascua hasta diciembre, en la casa de una piadosa viuda, la señora Margarita Van Emmerson, el año 1529 de nuestro Señor; en aquel tiempo se dio una gran epidemia de unas fiebres sudoríficas en aquella ciudad. Así que, acabada su actividad en Hamburgo, volvió a Amberes.

Cuando en la voluntad de Dios fue publicado el Nuevo Testamento en la lengua común, Tyndale, su traductor, añadió al final del mismo una epístola, en la que pedía que los eruditos corrigieran su traducción, si encontraban algún error. Por ello, si hubiera habido cualquier falta que mereciera ser corregida, hubiera sido una misión de cortesía y bondad que hombres conocedores y con criterio mostraran en ello su erudición, corrigiendo los errores que existieran. Pero el clero, que no querían que el libro prosperara, clamaron contra él que había mil herejías entre sus cubiertas, y que no debía ser corregido sino totalmente suprimido. Algunos decían que no era posible traducir las Escrituras al inglés; algunos que no era legitimo que los laicos las tuvieran; algunos que iba a hacer herejes de todos ellos. Y con el fin de inducir a los gobernantes temporales a llevar a cabo los designios de ellos, dijeron que llevaría al pueblo a rebelarse contra el rey.

Todo esto lo narra el mismo Tyndale, en su prólogo antes del primer libro de Moisés, mostrando además con qué cuidado fue examinada su traducción, y comparándola con sus propias imaginaciones, y supone que con mucho menos trabajo hubieran podido traducir una gran parte de la Biblia, mostrando además que repasaron y examinaron cada tilde y jota de tal manera, y con tal cuidado, que no había una sola que, si carecía del punto, no lo observaran, y lo mostraran a gente ignorante como prueba de herejía.

Tantas y tan descaradas fueron las tretas del clero inglés (que debieran haber sido los guías a la luz para el pueblo), para impedir a la gente el conocimiento de las Escrituras, que ni las querían traducir ellos mismos, ni permitir que otros las tradujeran; ello con el fin (como dice Tyndale) de que manteniendo aún al mundo en tinieblas, pudieran dominar las conciencias de la gente por medio de vanas supersticiones y de falsas doctrinas, para satisfacer sus ambiciones y exaltar su propio honor por encima del rey y del emperador.

Los obispos y prelados jamás descansaron hasta lograr que el rey consintiera a sus deseos; en razón de lo cual se redactó una proclamación a toda prisa, y establecida bajo autoridad pública, en el sentido de que la traducción del Nuevo Testamento de Tyndale quedaba prohibida. Esto tuvo lugar alrededor del 1537 d.C. Y no contentos con ello, hicieron más aún, tratando de atrapar a Tyndale en sus redes y quitarle la vida; ahora queda por relatar como lograron llevar a cabo sus fines.

En los registros de Londres aparece de manera manifiesta cómo los obispos y Sir Tomás More, sabiendo lo que había sucedido en Amberes, decidieron investigar y examinar todas las cosas acerca de Tyndale, donde y con quién se alojaba, dónde estaba la casa, cuál era su estatura, cómo se vestía, de qué refugios disponía. Y cuando llegaron a saber todas estas cosas comenzaren a tramar sus planes.

Estando William Tyndale en la ciudad de Amberes, se alojó durante alrededor de un año en la casa de Thomas Pointz, un inglés que mantenía una casa de mercaderes ingleses. Allí fue un inglés que se llamaba Henry Philips, siendo su padre cliente de Poole, un hombre apuesto, como si fuera un caballero, con un siervo consigo. Pero nadie sabia la razón de su llegada o el propósito con que había sido enviado.

Tyndale era frecuentemente invitado a comer y a cenar con los mercaderes; por este medio este Henry Philips se familiarizó con él, de manera que al cabo de un breve espacio de tiempo Tyndale depositó gran confianza en él, y lo llevó a su alojamiento, a la casa de Thomas Pointz; también lo tuvo con él una o dos veces para comer y cenar, e hizo tal amistad con él que por su petición quedó en la misma casa del dicho Pointz, a quien además le mostró sus libros y otros secretos de su estudio. Tan poco desconfiaba Tyndale de este traidor.

Pero Pointz, que no tenía demasiada confianza en aquel sujeto, le preguntó a Tyndale cómo había llegado a conocerle. Tyndale le respondió que era un hombre honrado, bien instruido y muy agradable. Pointz, al ver que le tenía en tanta estima, no dijo más, pensando que le habría sido presentado por algún amigo. El dicho Philips, habiendo estado en la ciudad tres o cuatro días, le pidió a Pointz que viniera con él fuera de la ciudad para mostrarle unas mercaderías, y andando juntos fuera de la ciudad, conversaron acerca de diversas cosas, incluyendo algunos asuntos del rey. Con estas conversaciones, Pointz no sospechó nada. Pero después, habiendo transcurrido el tiempo, Pointz se dio cuenta de qué era lo que pensaba Philips: saber si él, por amor al dinero, querría ayudarle para sus propósitos, porque se había dado ya cuenta de que Philips era rico, y quería que Pointz lo supiera. Porque ya le había pedido antes a Pointz que le ayudara para diversas cuestiones, y lo que había pedido siempre lo había querido de la mejor calidad, porque, en sus palabras, «tengo el suficiente dinero.»

Philips fue luego de Amberes a la corte de Bruselas, que está a una distancia de allí como de veinticuatro millas inglesas, desde donde se llevó consigo a Amberes al procurador general, que es el fiscal del rey, con ciertos otros oficiales.

Al cabo de tres o cuatro días, Pointz fue a la ciudad de Barrois, a unas dieciocho millas inglesas de Amberes, donde le esperaban unos negocios que le iban a ocupar por espacio de un mes o de seis semanas; y durante su ausencia Henry Philips volvió de nuevo a Amberes, a la casa de Pointz, y entrando en ella habló con la esposa de éste, preguntándole si estaba dentro el señor Tyndale. Luego salió, y dispuso en la calle y cerca de la puerta a los oficiales que había traído de Bruselas. Alrededor del mediodía volvió a entrar y se dirigió a Tyndale, pidiéndole cuarenta chelines, diciéndole: «He perdido mi bolsa esta mañana, al hacer la travesía entre aquí y Mechlin.» Así que Tyndale le dió cuarenta chelines, lo que no le costaba dar si lo tenía, porque era simple e inexperto en las sutilezas malvadas de este mundo. Luego Philips le dijo: «Señor Tyndale, usted será mi invitado hoy.» «No,» le dijo Tyndale, «hoy salgo a comer, y usted me acompañará y será mi invitado en un lugar donde será bien acogido. »

Así que cuando fue la hora de comer, el señor Tyndale salió con Philips, y al salir de la casa de Pointz había un largo y angosto pasillo, por lo que ambos no podían ir juntos. El señor Tyndale hubiera querido que Philips pasara delante de él, pero éste pretendió mostrar gran cortesía. Así que el señor Tyndale, que no tenía mucha estatura, pasó primero, y Philips, hombre alto y apuesto, le siguió detrás; éste había dispuesto oficiales a cada lado de la puerta, sentados, que podían ver quienes pasaban por ella. Philip señaló con el dedo la cabeza de Tyndale, para que los oficiales vieran a quién debían apresar. Los oficiales le dijeron luego a Pointz, cuando ya lo habían encarcelado, cómo les había apenado ver su simplicidad. Lo llevaron al fiscal del emperador, donde comió. Luego el procurador general fue a casa de Pointz, y tomó todo lo que pertenecía al señor Tyndale, tanto sus libros como sus otras pertenencias; desde allí, Tyndale fue enviado al castillo de Vilvorde, a dieciocho millas inglesas de Amberes.

Estando ya el señor Tyndale en la cárcel, le ofrecieron un abogado y un procurador, lo cual rehusó, diciendo que él haría su propia defensa. Predicó de tal manera a los que estaban encargados de su custodia, y a los que estaban familiarizados con él en el castillo, que dijeron de él que si él no era un buen cristiano, que no sabían quién podría serlo.

Al final, tras muchos razonamientos, cuando ninguna razón podía servir, aunque no merecía la muerte, fue condenado en virtud del decreto del emperador, dado en la asamblea en Augsburgo. Llevado al lugar de la ejecución, fue atado a la estaca, estrangulado por el verdugo, y luego consumido por el fuego, en la ciudad de Vilvorde, el 1536 d.C. En la estaca, clamó con un ferviente celo y con gran clamor: «¡Señor, abre los ojos del rey de Inglaterra!

Tal fue el poder de su doctrina y la sinceridad de su vida, que durante el tiempo de su encarcelamiento (que duró un año y medio), convirtió, según se dice, a su guarda, a la hija del guarda, y a otros de su familia.

Con respecto a su traducción del Nuevo Testamento, por cuanto sus enemigos clamaban tanto contra ella, pretendiendo que estaba llena de herejías, escribió a Juan Frith de la manera siguiente: «Invoco a Dios como testigo, para el día en que tenga que comparecer ante nuestro Señor Jesús, que nunca he alterado ni una sílaba de la Palabra de Dios contra mi conciencia, ni lo haría hoy, aunque se me entregara todo lo que está en la tierra, sea honra, placeres, o riquezas.»

0 Participacion:

Publicar un comentario