Al igual que una tortuga sentada en un poste, quienes creemos en lo que Dios dice —que nos ama, nos perdona y nos hace libres para siempre— no llegamos allí sin ayuda. Una vez, nuestra capacidad de confiar en Dios se vio paralizada como resultado del primer ataque de Satanás al género humano, un sagaz intento de destruir la confianza de Eva en la bondad de Dios. Lamentablemente para ella y para nosotros, su plan funcionó demasiado bien. Desde entonces, hemos sufrido los efectos paralizantes de un concepto inexacto o equivocado en cuanto a Dios.
Por nuestras almas corrompidas, en algún momento vivimos en un estado de confusión, ira, arrogancia, sufrimiento, soledad y temor. Nuestra única esperanza real era que alguien nos trajera a Jesús para que pudiéramos ver claramente al Dios que vino a salvarnos. Solo así podríamos, de una manera adecuada, entender el amor incondicional que hay en el corazón de Dios.
El Evangelio de Marcos cuenta una historia increíble sobre cuatro hombres que llevaron a un amigo paralítico a Jesús (2.1-12). Al igual que un sinnúmero de historias de la Biblia, este relato enseña la realidad de que Dios está más interesado en nosotros, y que es más bondadoso de lo que pudiéramos imaginar. Marcos ofrece muy poca información sobre los cuatro hombres; no da sus nombres, y no hay ningún registro de las palabras que ellos cruzaron entre sí. Ni siquiera sabemos cuál era su relación con el paralítico, o qué fue de ellos después de esto. Tampoco se nos dice qué tan lejos viajaron para realizar tal acto de bondad, o lo que les costó. Sin embargo, es evidente que ninguna distancia fue demasiado lejos, y ningún costo y ninguna complicación demasiado grandes. A pesar de la dificultad a la que tuvieron que hacer frente, este cuarteto estuvo decidido a llevar a su amigo a Jesús.
Al reflexionar sobre esta historia, no puedo dejar de preguntarme cómo debió haber sido estar paralítico. Tener que depender de los demás para todo. No ser capaz de movilizarse sin molestar a los demás.
¿Cómo reaccionó cuando sus amigos agarraron los cuatro extremos de su catre y se dirigieron hacia la puerta con él? ¿Sospecha usted que le contaron sus planes, o simplemente le dijeron que sería una sorpresa? ¿Cree usted que se sintió desalentado cuando, al principio, parecía que se verían obligados a cancelar su misión? ¿Cree usted que les previno cuando comenzaron a planear la estrategia de abrir un hueco en el techo? ¿Se sintió emocionado, asustado o turbado cuando empezaron a bajarlo por el agujero? No podemos saber las respuestas a estas preguntas, pero una cosa es cierta. Cuando Jesús vio a aquel hombre, vio la verdadera parálisis que padecía. Dentro de ese cuerpo marchito estaba un alma lisiada, paralizada por el pecado y la vergüenza.
Pero el paralítico que estaba delante de Él no fue al único que Jesús observó. Vio también los rostros de cuatro hombres mirándole desde el agujero del techo —hombres con fe audaz, sincera, tenaz, y evidentemente indiferente a la opinión de la gente. Vio a cuatro hombres a los que no se les podía denegar su petición, y cuyos ensangrentados nudillos eran evidencias de que no se detendrían ante nada. Cuatro rostros sudorosos en espera de un milagro. Con ojos muy abiertos y llenos de esperanza. Cuatro adultos que parecían niños hambrientos anhelando un bocado de misericordia. Evidentemente, no fue lo que Jesús escuchó lo que cautivó su corazón. Fue lo que vio lo que le conmovió. Los hombres habían perjudicado la propiedad de alguien, interrumpido a Jesús mientras hablaba, e importunado a las personas que lo estaban escuchando. ¡Al igual que unos niños!
La infantil confianza de ellos en el poder de Jesús para sanar a su amigo paralítico, conmovió el tierno corazón del Señor. Y ¿por qué deberíamos sorprendernos? Después de todo, Él es quien dijo: “Dejen que los niños vengan a mí. ¡No los detengan! Pues el reino de Dios pertenece a los que son como estos niños. . . el que no reciba el reino de Dios como un niño nunca entrará en él” (Mr 10.14, 15 NTV).
Me parece que la defensa que hace Jesús de los niños, debe llevarnos a hacernos otra pregunta: ¿Qué hay en los niños para que Él simpatice con ellos, y los valore tanto? Pues la respuesta es humildad. Por lo general, los niños se sienten turbados al ser el centro de atención, ya que todavía no han aprendido a pensar en términos de prestigio o de popularidad. A los niños, igualmente, no les da temor pedir ayuda, pues no conocen el orgullo. No tienen ninguna dificultad para reconocer sus limitaciones o decir lo que hay en sus mentes. Los adultos, en cambio, somos reacios (para no decir incapaces) de pedir ayuda. Vacilamos para confesar una debilidad o reconocer que estamos en problemas. Una llamada de auxilio es como una aceptación de debilidad o, peor aún, de derrota. Pedir ayuda es vergonzoso; es una humillante admisión de necesidad, y experimentar esa clase de vergüenza es lo último que queremos.
Mi padre murió hace pocas semanas, y he estado pensando mucho en las palabras de Jesús, especialmente las que tienen que ver con los niños. Durante sus dos últimos años, papá se volvió más y más como un niño. Al final, no podía hacer nada. Sin embargo, en su debilitado estado, me dio un regalo invalorable. Al dejarme ayudarlo, también me permitió conocerlo de maneras que nunca lo había hecho antes.
En sus últimos meses, papá me retó a vivir en el presente. Él quería que yo estuviera con él, aquí y ahora. No valían las excusas. Le resultaba difícil entender o aceptar que yo tenía otras cosas que hacer o en qué pensar. Sus expresiones de afecto y su disposición a aceptarlo eran tan espontáneas. Se volvió más abierto y más juguetón que nunca. Y cuando falleció, yo sabía bien que papá había entrado al reino de Dios, al igual que un niño.
Uno de los privilegios más grandes y desafío más difícil es traer personas a Cristo. Pero vale la pena hacer ese trabajo. Es de esperar que usted no tenga que perforar los techos para hacerlo, pero es posible que tenga que derribar algunos muros de ignorancia, malentendidos, orgullo, prejuicios y heridas del pasado. Es posible que tenga que ensuciarse, utilizar su cabeza, ajustar sus planes, modificar su presupuesto, tragarse su orgullo y usar creativamente sus dones. Pero, al igual que los cuatro hombres en el Evangelio de Marcos, usted no quedará
Por nuestras almas corrompidas, en algún momento vivimos en un estado de confusión, ira, arrogancia, sufrimiento, soledad y temor. Nuestra única esperanza real era que alguien nos trajera a Jesús para que pudiéramos ver claramente al Dios que vino a salvarnos. Solo así podríamos, de una manera adecuada, entender el amor incondicional que hay en el corazón de Dios.
El Evangelio de Marcos cuenta una historia increíble sobre cuatro hombres que llevaron a un amigo paralítico a Jesús (2.1-12). Al igual que un sinnúmero de historias de la Biblia, este relato enseña la realidad de que Dios está más interesado en nosotros, y que es más bondadoso de lo que pudiéramos imaginar. Marcos ofrece muy poca información sobre los cuatro hombres; no da sus nombres, y no hay ningún registro de las palabras que ellos cruzaron entre sí. Ni siquiera sabemos cuál era su relación con el paralítico, o qué fue de ellos después de esto. Tampoco se nos dice qué tan lejos viajaron para realizar tal acto de bondad, o lo que les costó. Sin embargo, es evidente que ninguna distancia fue demasiado lejos, y ningún costo y ninguna complicación demasiado grandes. A pesar de la dificultad a la que tuvieron que hacer frente, este cuarteto estuvo decidido a llevar a su amigo a Jesús.
Al reflexionar sobre esta historia, no puedo dejar de preguntarme cómo debió haber sido estar paralítico. Tener que depender de los demás para todo. No ser capaz de movilizarse sin molestar a los demás.
¿Cómo reaccionó cuando sus amigos agarraron los cuatro extremos de su catre y se dirigieron hacia la puerta con él? ¿Sospecha usted que le contaron sus planes, o simplemente le dijeron que sería una sorpresa? ¿Cree usted que se sintió desalentado cuando, al principio, parecía que se verían obligados a cancelar su misión? ¿Cree usted que les previno cuando comenzaron a planear la estrategia de abrir un hueco en el techo? ¿Se sintió emocionado, asustado o turbado cuando empezaron a bajarlo por el agujero? No podemos saber las respuestas a estas preguntas, pero una cosa es cierta. Cuando Jesús vio a aquel hombre, vio la verdadera parálisis que padecía. Dentro de ese cuerpo marchito estaba un alma lisiada, paralizada por el pecado y la vergüenza.
Pero el paralítico que estaba delante de Él no fue al único que Jesús observó. Vio también los rostros de cuatro hombres mirándole desde el agujero del techo —hombres con fe audaz, sincera, tenaz, y evidentemente indiferente a la opinión de la gente. Vio a cuatro hombres a los que no se les podía denegar su petición, y cuyos ensangrentados nudillos eran evidencias de que no se detendrían ante nada. Cuatro rostros sudorosos en espera de un milagro. Con ojos muy abiertos y llenos de esperanza. Cuatro adultos que parecían niños hambrientos anhelando un bocado de misericordia. Evidentemente, no fue lo que Jesús escuchó lo que cautivó su corazón. Fue lo que vio lo que le conmovió. Los hombres habían perjudicado la propiedad de alguien, interrumpido a Jesús mientras hablaba, e importunado a las personas que lo estaban escuchando. ¡Al igual que unos niños!
La infantil confianza de ellos en el poder de Jesús para sanar a su amigo paralítico, conmovió el tierno corazón del Señor. Y ¿por qué deberíamos sorprendernos? Después de todo, Él es quien dijo: “Dejen que los niños vengan a mí. ¡No los detengan! Pues el reino de Dios pertenece a los que son como estos niños. . . el que no reciba el reino de Dios como un niño nunca entrará en él” (Mr 10.14, 15 NTV).
Me parece que la defensa que hace Jesús de los niños, debe llevarnos a hacernos otra pregunta: ¿Qué hay en los niños para que Él simpatice con ellos, y los valore tanto? Pues la respuesta es humildad. Por lo general, los niños se sienten turbados al ser el centro de atención, ya que todavía no han aprendido a pensar en términos de prestigio o de popularidad. A los niños, igualmente, no les da temor pedir ayuda, pues no conocen el orgullo. No tienen ninguna dificultad para reconocer sus limitaciones o decir lo que hay en sus mentes. Los adultos, en cambio, somos reacios (para no decir incapaces) de pedir ayuda. Vacilamos para confesar una debilidad o reconocer que estamos en problemas. Una llamada de auxilio es como una aceptación de debilidad o, peor aún, de derrota. Pedir ayuda es vergonzoso; es una humillante admisión de necesidad, y experimentar esa clase de vergüenza es lo último que queremos.
Mi padre murió hace pocas semanas, y he estado pensando mucho en las palabras de Jesús, especialmente las que tienen que ver con los niños. Durante sus dos últimos años, papá se volvió más y más como un niño. Al final, no podía hacer nada. Sin embargo, en su debilitado estado, me dio un regalo invalorable. Al dejarme ayudarlo, también me permitió conocerlo de maneras que nunca lo había hecho antes.
En sus últimos meses, papá me retó a vivir en el presente. Él quería que yo estuviera con él, aquí y ahora. No valían las excusas. Le resultaba difícil entender o aceptar que yo tenía otras cosas que hacer o en qué pensar. Sus expresiones de afecto y su disposición a aceptarlo eran tan espontáneas. Se volvió más abierto y más juguetón que nunca. Y cuando falleció, yo sabía bien que papá había entrado al reino de Dios, al igual que un niño.
Uno de los privilegios más grandes y desafío más difícil es traer personas a Cristo. Pero vale la pena hacer ese trabajo. Es de esperar que usted no tenga que perforar los techos para hacerlo, pero es posible que tenga que derribar algunos muros de ignorancia, malentendidos, orgullo, prejuicios y heridas del pasado. Es posible que tenga que ensuciarse, utilizar su cabeza, ajustar sus planes, modificar su presupuesto, tragarse su orgullo y usar creativamente sus dones. Pero, al igual que los cuatro hombres en el Evangelio de Marcos, usted no quedará
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